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LA MONEDA FRÍA

Los grandes espacios y las multitudes aprietan la soledad al fondo de los bolsillos, como una monedita fría que no se calienta ni de sobarla entre los dedos.

De la estación del metro Chilpancingo salí a buscar un poco de aire al parque San Martín de la Condesa. Debajo de la fina llovizna que comenzaba a dibujar las siluetas de las ramas en el suelo me guarecí al amparo de un alero de hormigón, sentado en el tronco que había servido de soporte a una banca que faltaba. Por el celular escuché voces amigas que igual me acompañaron desde interrumpidas conferencias, clases de inglés, un consultorio, y hasta asistí de oído a las deliberaciones indecisas que se hacían en una zapatería sobre la presunta comodidad de un pie en un zapato, mientras la lluvia rebotada en el suelo me mojaba las piernas del pantalón.

Si yo fuera fumador habría inclinado la cabeza hacia adelante con los ojos entrecerrados cuando apagué el celular, y de mi mano hecha concha habría salido el cigarrillo como una luciérnaga triunfante. Luego habría inclinado la cabeza hacia atrás y echado humo por la boca. Pero, aunque no fumo, eché la cabeza atrás y vi el envés escurrido de las hojas. Lo mismo que si fumara, supongo, me fui pensando en cuánta vida apretada cabe en los intersticios de esta gran ciudad mientras uno va de anónimo por las calles.

Llegué sorteando charcos hasta la librería El Péndulo. En la puerta el paraguas giró en la palma de mi mano lanzando una fina estela circular de agua antes de cerrarse. El grato asombro inicial a la vista de tantos libros relucientes en las estanterías se trocó casi inmediatamente en desconsuelo al saber todo lo que no iba yo a leer: la biografía de Borges de dos pisos sacada de los diarios de Bioy por Daniel Martino, la antología de Italo Calvino sobre la novela fantástica del siglo XIX, el ensayo novelado de Baricco sobre la música y las vacas de Wisconsin (metáfora para la sociedad actual). Por no acrecentar mi desconsuelo salí casi corriendo.

Volví a la esquina de Xola y Mier y Pesado y me comí una torta de bistec con queso. Aunque soy de los que vuelven al pasado atento a los detalles, buscando un árbol que falta o descubriendo una marquesina que no estaba, no se me escapó la Office Depot donde antes estaba el billar-bar de la esquina y donde antes del billar había estado el desayunador de croassantes y cuernitos del español que en la caja se dio un balazo ante la quiebra del negocio hace cuatro años.

Recuerdo que a mí se me quedó un sentimiento rezagado de culpa por mucho tiempo, como si los vecinos hubiéramos contribuido a esa muerte absurda. Donde el cuerpo cayó sin vida una mesa de billar estuvo después rebotando bolas contra las bandas durante dos años. Talvez si hubiéramos desayunado con más frecuencia en su restaurante, donde el cuerpo cayó sin vida no estaría ahora una fotocopiadora compaginando hojas a gran velocidad.

Regresé a casa de Elsa Medina en la Del Valle sobre Xola, morada generosamente abierta a tijuanenses amigos de la imagen y de la palabra cuando pasamos por el D.F. Las paredes de la casa están salpicadas de juegos de fotografías, pinturas, carteles. Elsa Medina, fotógrafa de vocación, convicción y vida, está en su sala de trabajo frente al monitor editando fotos. Ella no se preocupa mucho de teorizar su oficio ni en definir si es periodismo arte o intimismo lo que realiza, aunque por sus fotos más recientes la tendencia va en esta dirección. Va olvidando fórmulas periodísticas y tabúes estéticos. Con menos escozores formales va dejando, simplemente, que las formas y las luces la invadan.

Al día siguiente tomé el avión de regreso a Tijuana. En el recuento de las cosas buenas que traigo de este viaje me asalta el remordimiento de la Biografía de Borges escrita por Bioy en mi maleta. ¡Quinientos pesos! Pero esta vez el consuelo es mucho más grande. A través de sus 1663 páginas, de salto en salto, tendré el raro privilegio de asistir, como por encima de sus hombros, a una de las conversaciones más largas e ingeniosas del siglo XX.

Gracias por su compañía!

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