Al consultorio de Julieta, la hermana de José Luis, llegó un niño de doce años que parece de seis. Oscuras las mejillas, salpicadas de manchitas blancas, y muy recta la partidura a un lado de la cabeza. Venía a que le taparan una caries y en cada mano traía una flor. De la mañanita en Ayahualuilco las había cortado en el campo y al troncharlas por el tallo se salpicó de rocío. Entonces subió al autobús que pasó junto al camino y llegó hasta Córdoba sin soltar las flores ni un momento. En el consultorio la esperó balanceando los pies en una silla, mirando por la ventana, hasta que la vio llegar. Y cuando llegó salió corriendo a recibirla con las dos flores en cada mano. Eran un bracito de rosal con una rosa cerrada y una espiga coronada por una explosión de florcitas blancas, de las que aquí llaman “cientouno”, y que usan las gentes de las sierras altas de Veracruz para dividir sus propiedades. Julieta lo abrazó y las flores pasaron a sus manos. Ella me vio junto a la puerta y radiante ...
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