En la alegría de los festejos patrios quiero celebrar una patria muy distinta a la que por estas fechas confundimos fácilmente con sus símbolos. Más profana que los himnos y las banderas, yo quiero celebrar esa otra patria que fui a divisar un 16 de septiembre desde la ventana de un tercer piso en un pueblito de Minnesota.
Querría mirar desde aquella ventana abierta más allá de donde se juntaban el cielo y la tierra, pero el horizonte era curvo, y la vista no podía seguir esa curvatura que, en cambio, si doblaba la nostalgia: a ojos cerrados, podía divisar mi cielo, mi tierra y mis hermanos.
“Patria”, aquella palabra que me había enseñado la escuela escurriendo sangre de héroes, distante del coheterío del 15 por la noche, de pronto se me convertía en su propio eco, y sus resonancias se me desdoblaban hacia adentro: el recuerdo de una alegría corriendo descalza de boca en boca, la voz de mi madre entre sartenes y paletas. Era como si de pronto el cosquilleo de un trompo me escarbara de nuevo en la palma de la mano, pegajosa a pulpa de tamarindo; como si se me apareciera de golpe la olorosa olla de barro saliendo del horno con la capirotada; y repusieran las olas granito a granito, los castillos que se llevó el mar una vez en una playa; y repitieran su vals unos tacones de quinceañera agujereando la tierra suelta; y volvieran los barquitos de papel que un día se fueron por la calle una tarde de lluvia; como si crepusculara, en fin, otra vez, aquel atardecer que cabía en una mirada.
Abrí los ojos: la ancha pradera, a punto de encenderse en amarillos y ocres, se extendía infinita y verde. A mis espaldas, el espejo de la puerta era otra ventana invitándome a asomar. Desde su reflejo abierto pude divisar mi patria en los surcos de la tierra de los pies descalzos, en los ojos de las muchachas de las que me enamoré y en el agua de los ríos donde se quedaron chapoteando los niños -también cafés-.
Aquella patria café la llevo untada en mi piel.
Querría mirar desde aquella ventana abierta más allá de donde se juntaban el cielo y la tierra, pero el horizonte era curvo, y la vista no podía seguir esa curvatura que, en cambio, si doblaba la nostalgia: a ojos cerrados, podía divisar mi cielo, mi tierra y mis hermanos.
“Patria”, aquella palabra que me había enseñado la escuela escurriendo sangre de héroes, distante del coheterío del 15 por la noche, de pronto se me convertía en su propio eco, y sus resonancias se me desdoblaban hacia adentro: el recuerdo de una alegría corriendo descalza de boca en boca, la voz de mi madre entre sartenes y paletas. Era como si de pronto el cosquilleo de un trompo me escarbara de nuevo en la palma de la mano, pegajosa a pulpa de tamarindo; como si se me apareciera de golpe la olorosa olla de barro saliendo del horno con la capirotada; y repusieran las olas granito a granito, los castillos que se llevó el mar una vez en una playa; y repitieran su vals unos tacones de quinceañera agujereando la tierra suelta; y volvieran los barquitos de papel que un día se fueron por la calle una tarde de lluvia; como si crepusculara, en fin, otra vez, aquel atardecer que cabía en una mirada.
Abrí los ojos: la ancha pradera, a punto de encenderse en amarillos y ocres, se extendía infinita y verde. A mis espaldas, el espejo de la puerta era otra ventana invitándome a asomar. Desde su reflejo abierto pude divisar mi patria en los surcos de la tierra de los pies descalzos, en los ojos de las muchachas de las que me enamoré y en el agua de los ríos donde se quedaron chapoteando los niños -también cafés-.
Aquella patria café la llevo untada en mi piel.
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