Parecía que la historia había ya superado la maldición de repetirse; que las lecciones del pasado nos habían instalado en la cordura y sensatez de una civilización sin vuelta a la barbarie. Entonces aparece un megalómano, ególatra, soberbio y arrogante: un hitler cualquiera, pero sin ideología ni ideas, y bastante más vulgar —acaso más a tono con la sociedad norteamericana actual—, para despertarnos del engaño: la bestia de la discriminación, de la xenofobia, de la desigualdad, de la fuerza bruta… solo estaba dormida.
Sólo
dormía, y la despertó justamente este gracioso payasote que el partido republicano
dejó entrar al ruedo para hacer más divertido el proceso electoral y, de paso,
captar los votos de muchos ciudadanos despistados. Jamás imaginaron los directivos de este
partido que, a la postre, resultaría imparable el showman de la cabellera
encendida ni que los “muchos ciudadanos despistados” pudieran contarse en
millones y conformar una amenaza real del advenedizo para escindir el partido.
Donald
Trump ha conseguido desamarrar sentimientos de la barbarie que sólo estaban
sujetados con la represión de frágiles hilos
de ordenamientos jurídicos y normativas éticas como las contenidas en el
political correctness, según lo
demuestra la mayoría silenciosa que sigue a Trump al no tener empacho en opinar
: “Dice cosas que yo quiero decir pero no me atrevo”.
El daño
está hecho. Gane o pierda, Donald Trump ya despertó la barbarie del pasado que ahora
sabrá encontrar formas de organizarse para mantenerse al acecho de
oportunidades presentes o futuras que le permitan acceder al poder político.
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