La semana pasada a mi madre de 87 le reemplazaron el marcapaso en el Seguro Social.
Es bien sabida la pésima calidad de la comunicación interna del Seguro y, en general, del servicio de atención al público de las instituciones mexicanas. Te informan mal, se contradicen y al final te quedas esperando en una silla —si la encuentras— con la descorazonada sensación de si algún día te llamarán y desde dónde. "Usted tiene que traer… Usted tiene que llegar… Usted tiene que esperar… Usted tiene que…" Pareciera que en la ignorancia de los atendidos se sostuviera el control y dominio de los que atienden. El día que hubiera instructivos al alcance del público para saber qué hacer ante cada caso se les acabaría la autoridad. Pero hoy no apedreo más estos vicios ya conocidos por todos.
La noche en vela que pasé cuidando a mi madre en los pasillos del tercer piso del Hospital Regional Número Uno del Seguro Social en Tijuana me puso a un palmo frente a la radiografía misma del amor que silenciosa y diligentemente y, aún teniendo que derrotar no pocas veces el pudor de los enfermos, se mueve a través de las enfermeras que son todas manos para atender y servir.
Azorado ante lo que veía no pude quedarme callado y a una de ellas le dije: “¡Qué trabajo tan duro tienes!” Lo brusco y bruto de esta frase quedaba bien compensado por el tono de admiración que iba en mi voz.
Sin dejar de hacer lo que hacía me dirigió una media sonrisa que nunca olvidaré.
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